Esperaba en la parada del autobús, concentrándose en cómo poco a poco el asfalto se iba humedeciendo, igual que sus labios, igual que su vida.
Marianne se subió al autobús echando de menos los besos que la mataban y la hacían inmortal, acariciando las costuras de los sueños que ya no recordaba, pensando en las taquicardias que Abril le solía regalar, mirándose las manos pensando que por ellas su inventiva una vez fluyó.
Aquel día la lluvia había corrido la tinta de los versos que siempre guardaba en los bolsillos.
-Están corridos, no jodidos – murmuró.
Se sentó en los asientos del final, arrimada a la ventanilla, mirando con detenimiento un cielo que, al igual que a los pájaros enjaulados, hoy le se antojaba infinito. Guardaba en su lagrimal una esperanza vidriosa, sabía que tal vez en la siguiente parada, o cuando girase la esquina para llegar a su casa ocurriría algo.
Se topó con unos ojos brunos que se posaron en el asiento contiguo a ella.
Marianne seguía absorta en la ventana, reseguía las gotas que caían lentamente a través del cristal. Pensaba que se trataba de magia, que la fricción, el viento y las moléculas sabían que habían gotas que tenían que terminar juntas.
Tímidamente se giraba para perderse en aquellos fanales oscuros, que irónicamente, le parecían la mirada con más luz que había visto nunca.
Le sonrió mientras ella se columpiaba en el sonido que hacían sus pulmones, la vida en música. Y antes de que él se bajara del autobús, Marianne se atrevió a abrir la boca:
-¿Te quedas conmigo para ver a las nubes llorar?
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