y la tinta se la acabó llevando el viento.


La noche la tentaba, arrastrándola, guiándola hasta el más índigo de los rincones, provocando una adicción por palpar los sueños, y acabó manchándose las manos de un cobalto eléctrico como las farolas -que ya ni siquiera iluminaban las señales de tráfico- tenue, oscuro, impenetrable.
No notaba sus manos salpicadas, pero sabía que ahí estaba; la tinta en sus manos, la vibrante sensación de lo desconocido.
Un paso tras otro por el terciopelo de la madrugada, con ojos sospechosos de dioses y monstruos en su nuca.
Y se quedaba delante del portal con cara de niña perdida; con las manos manchadas, de lo que quería y nunca se atrevía; el pelo alborotado y despeinado; la ropa arrugada y las mejillas rojas.
Podía acercarse algo más a la casa, que la luz de la entrada le iluminase las palmas, que viera lo que podía tener si ella se lanzaba, todo lo que se estaba perdiendo.
Ella se quedó quieta, la puerta se acabó abriendo, su respiración se fue entrecortando.
Él le acarició la mejilla con una brisa suave y fresca, pero que jamás la podría congelar.

Y la tinta se la acabó llevando el viento.


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