El secreto


Cuando entraba en aquel edificio el mundo se convertía en algo muy distinto. Aquellos ladrillos no entendían de tiempo, y la luz que entraba por la cristalera de colores e iluminaba la estancia parecía llegada del cielo. Tenía un punto lúgubre, pero las paredes talladas de cerámica blanca, los techos altísimos y la madera oscura que recubría los suelos convertía aquel lugar en un pequeño oasis dentro de la vertiginosa ciudad. Era pura calma. Habían decenas de aulas, con espejos y barras de ballet, y para mí, poder pasearme por allí, era más que un sueño. 
Yo era feliz con mi color rosa pálido, danzando en los pies de alguna dama que se sentía envuelta por la melodía. Era miércoles, la luz era clara e intensa y un maestro del chello ambientaba la clase.
Estaba inmóvil, esperando a que mi bailarina; mi bonita dueña, me pusiera en movimiento, y de repente noté una gota en mi satén rosáceo.
Aquellas notas que el violonchelo desprendía habían provocado a mi pequeña niña lágrimas en los ojos,  notaba el aumento de las pulsaciones de su corazón por la sensación que me daba el contacto con su piel.
Sabía que mis tejidos no podían hablar, pero intenté susurrarle que bailara:

-“Baila conmigo pequeña, haz que esa canción forme parte de tu propio ser…”

Y me alcé. Me puse en puntas, rectas y delicadas, y comenzó a moverme de una forma que nunca hubiera imaginado. Ella lloraba y sentía con gran intensidad, notaba los golpes del pentagrama en cada salto, hasta que el chello se calló y con él, ella, desconsoladamente, con una respiración vivaz, sintiendo que su alma había despertado.
Mis hilos estaban desgarrados por el esfuerzo, me sentía útil, había encontrado el secreto. Y después de un descanso para salvaguardar su respiración, me guardó en la taquilla, y me quedé esperando a que otro dios de cuerda me sacara para danzarle al alma.


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