Estábamos atrapados en los 70, y todavía no había nacido nadie
que pudiera quitarte el cigarrillo de los labios.
Recuerdo las mañanas de mayo, saliendo de casa a mala gana
con mi ropa rota y esa chupa de cuero que me regalaste cuando te salvé de la
sobredosis; jamás la dejé en casa, me gustaba que estuviera impregnada de olor a gasolina y a ti, sobretodo a ti.
Salía de mi mundo con
un portazo y allí estabas tú, apoyado en la puerta del coche, con esa pose de Johnny
Ramones y una nube de humo que te seguía a todas partes.
Pero tú eras así, James. Ese tipo de tíos que les da igual
vivir mientras tengan sus caladas y un par de ruedas. Así veías tú la vida,
como un cigarrillo consumiéndose. Yo me
subí al coche, a ese dodger que tanto idolatrabas por ser el negro automóvil
que todos los delincuentes del cine poseían.
Siempre le tuve manía a ese coche, era un alma endiablada y
te volvías loco cuando acelerabas, pero te girabas, me dedicabas esa mirada de
ojos grises que podía parar un torbellino y me olvidaba de que fuera había un
mundo ajeno a nosotros.
Nunca sabíamos dónde ir, simplemente ponías en marcha el casete
de David Bowie y devorabas la carretera, con ese espíritu tan tuyo, tan de niño
y tan de hombre.
Space Oddity nos envolvía mientras el frenesí del acelerador
impulsaba cada una de tus venas. Nuestra
vida no era sana, pero era nuestra. No sabíamos de libros, ni siquiera de
personas, pero tú y yo nos entendíamos y era suficiente. O puede que no.
Solamente recuerdo mi último aliento de camino al infierno,
con un Dodger challenger destrozado sobre nuestros pies y viendo como la luz
abandonaba tus ojos, consumiéndose cómo ese maldito cigarrillo que tan sensualmente
siempre te llevabas a la boca.
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