Llevaba
demasiado tiempo mirando la ventana, dejando que los minutos pasasen
junto a las decenas de historias que imaginaba con los transeúntes,
no tenían ni idea de la de veces que le han ayudado a superar sus
miedos internos. Pero era la hora de encontrar.
Se
puso su chaqueta de cuero marrón, se despejó la mente y pisó con
fuerza la nieve del asfalto, diciembre se le antojaba bonito.
Ha
salido a buscar
¿Qué
buscaba? Tal vez un sitio donde quedarse, algo que le reconfortara
más que el silencio de las bibliotecas, el olor a café y tostadas
por las mañanas, más que las carreras de gotas en una ventana o las
motas de polvo alrededor del foco de la lámpara.
Pero
no sabía que forma tenía lo que buscaba, ni el color, ni cómo
sonaba. Así que iba a la plaza central, se quedaba quieto en el
centro y estiraba los brazos, intentando adivinar a dónde tenía que
ir, dónde le llevaría su brújula, volando a través de cada
sonido, intentando guiarse por su instinto.
Cerraba
los ojos y notaba como el vaho blanco, ahora visible por el frío,
emanaba de sus pulmones, a veces pensaba que era su alma, que en esa
gélida estación despertaba.
Al
final del día terminaba en los columpios, sentado con la cabeza
gacha y tocándose las manos, pensando que aquello que buscaba
tendría que tener ese mismo tacto: suave, frío.
Volvió a salir al día siguiente, con su chupa marrón y la esperanza
vidriosa; se cruzó con unos ojos que no consiguió descifrar y acabó
perdiendo el norte, tiró la brújula.
El
columpio quedó vació, decidió columpiarse en el invierno (en el
de ella).
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